Mi Papá y Yo

Por Pär Lagërkvist.

Recuerdo que un domingo por la tarde, tenía yo 10 años, papá me tomó de la mano y nos fuimos al bosque a escuchar el canto de los pájaros. Como mamá no podía acompañarnos porque debía preparar la comida de la noche, nos despedimos de ella saludándola con la mano. Era una tarde hermosa, con un sol caliente y luminoso. Nos pusimos en marcha. Por cierto que no tomábamos muy en serio, como si se tratara de algo de algo extraordinario, eso de ir a escuchar el canto de las aves. No, papá y yo éramos unas personas sensatas y acostumbradas a vivir en contacto con la naturaleza. En realidad, nuestro paseo se debía al hecho de ser domingo por la tarde y a que papá estaba libre. Fuimos caminando por las vías del tren, cosa prohibida para los demás, pero no para papá, que estaba empleado en los ferrocarriles. De esa manera íbamos directamente al bosque sin necesidad de rodeos.

El canto de las aves y todo lo demás comenzó enseguida: la algazara de los tordos, los pinzones, los gorriones, y los indescifrables susurros que salen de follajes y lo rodean a uno tan pronto se interna en los montes. El suelo estaba cubierto de anémonas, los abedules habían estrenado sus hojas nuevas, y los pinos mostraban sus verdes brotes recientes. De todas partes emanaba un olor muy agradable y el calor hacía que la tierra, llena de musgo, exhalara un poco de vaho. la vida se manifestaba en Mil formas distintas. Los moscardones habían abandonado sus escondrijos y los mosquitos remolineaban sobre los charcos: los pájaros salían súbitamente de los follajes, los cazaban, y volvían a desaparecer. De repente apareció un tren acezando, y tuvimos que bajar del terraplén. Papá saludó al maquinista llevando 2 dedos al ala de su sombrero dominguero, y el maquinista le contestó el saludo agitando las manos.

Todo parecía hallarse en movimiento. A medida que avanzábamos, caminando sobre los durmientes cuya capa asfáltica se ablanda al sol, sentíamos un olor de todo: de aceite de maquina, de brea, de flores de almendro, de brezo....Teníamos que dar unos trancos largos para poder caminar sobre los durmientes y evitar el balasto, que hace pesada la marcha y destruye las suelas de los zapatos. Los rieles estaban relucientes. Al costado alineábanse los postes del teléfono, cantando cuando pasábamos a su lado. ¡Que lindo día ! El cielo era diáfano. Ya había dicho papá que un día como ése no podía haber ni una nube. Al cabo de un rato llegamos a un avenal que había sobre la mano derecha, en el campo de un chacarero amigo nuestro.

Las espinas eran gordas y parejas. Papá las observó como si fuera un experto y podía verse que estaba satisfecho. Yo no entendía nada de eso porque había nacido en el pueblo. Después seguimos hasta el puente que cruza el río, el cual generalmente lleva muy poca agua, pero que esa tarde estaba lleno. Nos tomamos de la mano para no caer entre los durmientes. Desde allí hasta la casita del guardabarreras, que estaba escondida entre los verdes árboles, faltaba poco. Fuimos a visitarlo y nos convidó con un vaso de leche. Nos mostró sus cerdos y gallinas, y sus árboles frutales y sus flores; y luego nos despedimos

Deseábamos llegar al río, que está en el lugar más hermoso de la región, y que tenía para nosotros un especial motivo de atracción porque, aguas arriba, pasaba junto al antiguo hogar de mi padre. Por eso nunca volvíamos a casa sin haber llegado antes hasta el río, y aquella vez, como decostumbre, dirigimos hacía él nuestros pasos. Una vez allí ya no estábamos lejos de la estación próxima, pero renunciamos a prolongar el paseo. Papá se limito a observar si las señales estaban dispuestas como correspondía porque era un hombre que pensaba en todo. Nos detuvimos en la ribera.

El río corría alegremente a la luz del sol mientras las anchas hojas de los árboles se reflejaban en sus tranquilas aguas como en un espejo. Era una tarde luminosa y fresca, y un vientecito suave llegaba desde los pequeños lagos de arriba. Descendimos a la playa y nos fuimos caminando por la orilla. De tanto en tanto papá se detenía señalándome dónde se encontraban los mejores sitios para pescar. En ellos era donde, cuando muchacho, solía sentarse sobre una piedra y pasarse el día entero para sacar una perca.

Con frecuencia sucedíale que durante el día no picara el anzuelo ningún pez, pero, de todos modos, encontraba que aquélla era una manera deliciosa de pasar el tiempo. Más tarde, hacia la época de nuestro paseo, ya nunca tuvo tiempo para eso. Nos pusimos a jugar, arrojando al río cortezas de árboles que pronto desaparecían aguas abajo, y tirando piedras, para ver quien las hacía llegar más lejos. Papá y yo éramos alegres y entusiastas por naturaleza. Al cabo de un rato empezamos a sentirnos cansados, nos habíamos divertido bastante, y decidimos volver a casa. Caía la tarde. El bosque se había transformado. Aún no estaba completamente oscuro, pero casi lo estaba. Apresuramos el paso. Tal vez mamá comenzaba a preocuparse, tal vez estaba esperándonos ya con la cena lista. Siempre temía que fuera a sucedernos algo, aunque nunca pasaba nada. Aquél había sido un día espléndido en lo que no pasó más que lo que tenía que pasar. Nos sentíamos satisfechos de todo. Oscurecía cada vez más, y los árboles acusaban un cambio extraño. Se paraban a escuchar nuestros pasos como si no nos reconocieran. Junto a un tronco estaba acostado un gusano de luz que nos miraba desde las sombras. Apreté la mano de papá, pero él pareció no advertir aquella rara luz y siguió caminando sin dar muestra alguna de inquietud.

Cuando llegamos al puente que atravesaba al río, ya había oscurecido por completo. La corriente hacía un ruido tumultoso, como si quisiera tragarnos; la tierra se abría a nuestros pies. Seguimos caminando sobre los durmientes, tomándonos fuertemente de las manos para no caernos. Por un momento pensé que papá iba a alzarme y llevarme en brazos, pero nada dijo. Creo que deseaba que fuera como él y que no pensara en semejante cosa. Continuamos nuestra marcha, y aún puedo recordar la tranquilidad con que mi padre avanzaba en medio de las sombras, manteniendo un paso siempre igual, y sin decir nada, pensando en sus cosas. No alcanzaba a comprender cómo podía sentirse tan confiado cuando eran las sombras tan espesas. Yo estaba asustado pues no veía más que oscuridad por todas partes. Apenas si me atrevía a respirar profundamente porque se me ocurría que podían metérseme las sombras en el cuerpo y que eso podía ser peligroso, que hasta podía matarme. Recuerdo que en aquella época creía firmemente en eso. El terraplén era asaz escarpado y desaparecía en la negra hondanada de la noche. Los postes de teléfono se alzaban como espectros hacía el cielo y tenían un murmullo interior, como si alguien hablara por ellos desde el fondo de la Tierra, y los blancos aisladores de loza eran como sombreritos que se hubieran puesto a escuchar, acurrucados y medrosos. ¡Todo era tan impresionante!. Nada era como debía ser, nada parecía verdadero: todo parecía irreal. Me apreté contra mi padre y le pregunté, en voz muy baja:

- Papá, ¿por qué todo es tan espantoso en la oscuridad ?

- No querido, no hay nada espantoso - me dijo, y me tomó de la mano.

- Sí, papá, sí.....

- No, hijo, no debes pensar así. Sabemos que hay un Dios.

Yo me sentía muy solo y abandonado. Era para mí tan incomprensible el hecho de que sólo yo sintiera miedo y papá no...., que él y yo no sintiéramos lo mismo.....E igualmente incomprensible que lo que me dijo no bastara a quitarme el miedo. Ni siquiera lo que me había dicho de Dios conseguía librarme del pánico....El mismo pensamiento de Dios es sobrecogedor.

Era impresionante pensar que estaba en todas partes, allí mismo, en medio de las tinieblas, debajo de los árboles, en los susurrantes postes de teléfono......

Estaba en todas partes y, sin embargo, uno no podía verlo nunca.

De repente, al volver una curva, un ruido tremendo nos arrancó de nuestros pensamientos. Papá me empujó violentamente fuera del terreplén y me retuvo junto a sí. Era un tren. Un tren negro que pasó silbando, con todas las luces apagadas. ¿Un tren ?, ¡Por allí no podía pasar ningún tren a esas horas! Lo miramos aterrados. El fuego llameaba en la inmensa locomotora y las chispas se desparramaban en medio de la noche. Era algo espantoso. Lo conducía un maquinista pálido, inmóvil, como petrificado, iluminado por las llamas. Mi padre no lo conocía. No sabía quien podía ser. Pasó con la mirada fija en la noche, como si viajara directamente al infierno, al fondo de las tinieblas.

Quedé paralizado mirando aquella cosa brutal que la noche devoró en seguida.

Papá me ayudó a subir nuevamente al terraplén y apresuramos el paso para llegar pronto a casa.

¡ Que raro ! - dijo -. ¿Qué tren puede ser ?.....Y no conozco al maquinista.....

Y siguió caminando en silencio.

Yo temblaba. Aquello era algo que había sucedido por mí, y yo adiviné su significado. Era la angustia que iba a traerme la Vida, la angustia de lo desconocido; lo que mi padre ignoraba y no podría evitar. Así sería el mundo para mí. Así sería para mí la vida, diferente a la de mi padre, para quien todo era real y verdadero. No existía ningún mundo verdadero, ninguna vida verdadera. Nada más que un hundirse ardiendo en medio de las tinieblas, en medio de las tinieblas sin fin.

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